Confieso que no sé desconectar en vacaciones. Leo el estupendo artículo Un docente no puede coger vacaciones, de Iolanda López Iglesias, y coincido al 100% con la necesidad de higiene mental, de dosis de frivolidad, de dolce fare niente de los educadores en el período vacacional.
El trabajo educativo es tan apasionante como desgastante, y si una no toma distancia y se relaja de vez en cuando puede acabar obsesionada del todo, cuando no directamente angustiada. Los deberes del profe nunca se acaban, los líos se multiplican, la propia formación siempre es insuficiente…
El problema es que desconectar en vacaciones, lo que se dice desconectar, nunca he sabido hacerlo y creo que a estas alturas del partido ya no voy a aprender.
Sin embargo, antes -o sea, hace veinte, treinta años- era mucho peor. Antes me pasaba la primera semana trabajando igualmente, aunque pudiera parar. Y después, estuviera donde estuviera, seguía repasando mentalmente las tareas pendientes, para que no se me escapara ninguna… Y si no oo hacía durante el día, las soñaba por la noche.
Pero algo he mejorado. De acuerdo, no sé desconectarme de la educación. Si en vacaciones sale un artículo sobre el tema, lo leo, si me preguntan, respondo… No, no desconecto, porque la educación está ahí, por todas partes, dando la lata y yo sigo pensando en ella.
Lo que he aprendido es a relajar el músculo. He aprendido a aparcar no el tema, sino las tareas. Cual Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, me digo a mí misma: esto ya lo pensaré mañana (o sea, cuando vuelva de vacaciones) y santas pascuas.
El truco que a mí me funciona para conseguirlo es emplearme a fondo en otra pasión, que en mi caso es la montaña. Una pasión me relaja la otra. La fusión con la naturaleza, piedra, agua, tierra, viento, lluvia, sol…, la fascinación por los animales, el cansancio placentero de una ascensión dura… pone a descansar plácidamente el interés y la pasión por la educación.
Bueno, no creo que le sirva a todo el mundo, pero creo que tiene cierto sentido.