Hace ya algunas décadas, cuando trabajaba como monitora de tiempo libre, llegó al grupo de niños y niñas una niña con una pierna ortopédica.
Se trataba de un grupo muy activo, que gustaba de hacer excursiones a la montaña, juegos muy activos, bailar, etcétera. En octubre teníamos una excursión ritual que era una acampada de dos días en la Sierra del Corredor, actualmente parque natural.
No se me ocurrió cambiar la excursión, que de hecho exigía una buena caminata, y de hecho, la niña tenía mucha ilusión en hacerla, aunque sus padres se mostraban dudosos. Finalmente, acordé con la familia que por la noche podrían acercarse al campamento y valorar si su hija podía continuar al día siguiente.
Bueno, la verdad es que ni la familia ni los monitores vimos razonable que continuara, dado el excesivo esfuerzo que ya había representado toda la jornada. La niña pasó la noche en la tienda con sus compañeros y compañeras, pero al día siguiente sus padres se la llevaron de vuelta a casa. Se quedó muy disgustada, por cierto.
Siempre me quedará la duda de cuál hubiera sido la actuación adecuada. No estoy segura de haber obrado bien. Pero no tengo dudas acerca de los posicionamientos opuestos de muchos educadores cuanto a cómo abordar la inclusión de un niño o niña con discapacidad.
Algunos educadores a mi entender bastante radicales, en el caso de encontrarse en una situación similar a la descrita, serían partidarios de eliminar las excursiones físicamente exigentes, a fin de evitar que se manifestaran de manera tan palpable las limitaciones de esa niña. «O todos o ninguno»
Otros educadores serían partidarios de buscar de entrada un lugar específico para ella, que no significara ni excluirla ni exigirle lo mismo que a los otros. Yo ahora me inclinaría más por esta solución.
El fallo que cometí fue que en ningún caso abordé directamente el tema con ella. Y creo que ignorar la discapacidad como si no pasara nada es alimentar el autoengaño. Seguramente hay que saber hacerlo bien, muy bien,  hablando del tema con cariño y delicadeza, pero también con realismo.
Vamos a ver, aplicándome el cuento: yo tengo miopía, astigmatismo y vista cansada. Y perdona si soy políticamente incorrecta, pero eso no  es tener «diversidad funcional» ni tener «capacidades distintas» u otros eufemismos, sino que es lisa y llanamente tener una disminución visual.
Si la ignorara o no quisiera aceptarla, igual me daría por no ponerme gafas, haciendo como si no pasara nada. Y sí que pasa, porque la verdad es que las necesito. ¡No me hago ningún favor a mi misma negando la realidad!.
Como el dibujo que ilustra este post, la inclusión implica asumir la diferencia para actuar con equidad. La igualdad puede, en este caso, ser tremendamente injusta.

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