¿Por qué ya no canto al empezar o acabar una clase o una sesión o incluso una conferencia?
Esta fue la pregunta que me rondaba en la cabeza al acabar la maravillosa actuación del grupo Migallas, en Santiago de Compostela.
Vinieron a cerrar la Jornada de Infantil y Primaria en la cual participé. Sábado frío y lluvioso por la tarde y el auditorio lleno de 400 maestros. Fue impresionante. El mejor final.
Los actores de Migallas, entre otras habilidades, toman cuentos de las estanterías de cualquier biblioteca infantil y les ponen música y movimiento para compartir y recrear las historias. No cuentan, sino que «cantan cuentos».
Y el efecto es increíble. Con cero tecnología sofisticada consiguen elevar la imaginación y la sensibilidad al cubo. Me robaron el corazón.
Por eso me invadió un sentimiento de nostalgia. Sniff! Yo antes cantaba y hacía cantar a la gente. Y antes quiere decir hace una morterada de tiempo, pongamos en los ochenta.
Al empezar un curso, fuera cual fuera el tema, cantábamos una canción, normalmente conocida o, sinó, fácil de aprender. El canto era la manera de predisponernos con optimismo al trabajo que íbamos a realizar.
No había más teoría ni justificación que esa: cantábamos para sentirnos bien y punto pelota. ¿En qué mal día abandoné esta práctica? ¿Por qué dejé de hacerlo?
No lo sé, pero me daría vergüenza si fuera por no causar impresión de naif, de happyflower, de kumba o cualquier otro prejuicio trasnochado.
Creo que voy a volver a cantar…