Hace años tuve que cambiar el título de un folleto dirigido a padres y madres sobre prevención de drogodependencias, porque aparecía la palabra maldita en medio de una frase.
Yo pensaba que ya nos habíamos curado de esa alergia, pero compruebo que todavía está bastante extendido en determinados sectores educativos el criterio de evitar la palabra «no» en los mensajes destinados a prevenir, impedir o prohibir las conductas rechazables.
Se utilizan argumentos del estilo:
a) Busquemos frases positivas, no seamos negativos…
b) Estimulemos directamente las conductas deseables, en lugar de prohibir las indeseables…
O, incluso:
c) No prohibamos, que es peor, porque provocaremos una reacción de transgredir todavía mayor…
¿Qué quieres que te diga? Me parece poco sincero y poco natural. Como el lema alambicado de la última campaña de civismo del ayuntamiento de Barcelona.
Una larga y complicada frase: En Barcelona, todo cabe pero no todo vale, para señalar que en la calle no se puede orinar, ni dejar las cacas de tu perro, ni destrozar el mobiliario urbano.
¿Hace falta tanta vaselina para decir lo que es obvio? ¿Tan delicados somos que nos ofenderíamos si, por ejemplo, el lema fuera, sin más historias ni rodeos, En Barcelona no todo vale?
Creo esta actitud poco valiente a la hora de prohibir lo que es perjudicial para todos tiene mucho que ver con el miedo a vulnerar la libertad individual cada vez que se exigen normas básicas – muy básicas- de convivencia.
Ese concepto de libertad individual tiene mucho que ver con la peligrosa fusión de deseos y derechos. La ciudadanía formada por hombres y mujeres consentidos desde la infancia, poco respeto al bien común y con alergia a la palabra «no», es el sueño del mercado total: consumidores incapaces de autocontrolarse.