Soy feliz cuando llueve. Imagino la lluvia como un llanto benefactor, o un llanto de alegría, de vida. Tal vez se debe al pánico que le tengo a la sequía y a la desertización, no lo sé. Sea o no una sugestión, la lluvia me hace sentir como un árbol cuyas raíces se van hundiendo y afianzando en la tierra.
Los días soleados también me hacen feliz, sobretodo en invierno. La combinación frío-sol me estimula, me hace sonreír, respirar profundamente, sentirme como una nube que vuela y se llena de luz.
Pero no soporto el viento. Me refiero al viento-viento, el fuerte, el huracanado, no a la brisa confortable. Un vendaval desarraiga, te arranca de la tierra, te tumba en el suelo. Sobre todo cuando viene a traición y no te lo esperas.
Como en la naturaleza, en las relaciones personales hay lluvia, sol y viento. Las personas que sacuden como el viento desmontan, desarbolan o por lo menos te hacen perder el equilibrio. A veces puedes evitarlas, las ves venir y te largas. Otras veces te pillan de improviso y la bofetada emocional es mayúscula.
A pesar de todo, hay que amarrarse al suelo, centrarse en pensamientos positivos para no dejarse arrastrar. No sucumbir al odio, ni al desprecio, ni a la tristeza. Bueno, algo de tristeza creo que es inevitable.
En la montaña cuando sopla un viento fuerte y molesto, busco argumentos para soportarlo. Por ejemplo, vale, tenemos viento fuerte, pero a cambio no hay moscas.
¿Cuál es el argumento para soportar el vendaval emocional? Tal vez uno de ellos es el Hanami -«observar la belleza de las flores»-, es decir, dar importancia a los pequeños placeres que proporciona la vida.